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¿Y si ella era un hermoso modo de hacerme sufrir?

Quise decir: “¡Ponme a prueba!”. Pero no me atreví.

Por dentro, sentí de todo. Por fuera, me obsesioné. Pregunté a los amigos con los que socializábamos si creían que Sara podría tener un interés romántico en mí. Nadie pudo encontrar ninguna señal de sus sentimientos hacia mí, ni positivos ni negativos. Por supuesto. Sara también estaba canalizando al caballero de las novelas.

Estábamos en un punto muerto. Compartiendo mi frustración con mi mejor amiga, que ya lo había oído todo antes, muchas veces, la provoqué para que me dijera algo. “Una de ustedes”, anunció, “va a tener que hacer algo. Se está volviendo aburrido. Ponte las pilas, nena, y dile lo que sientes”.

Empecé a escribirle una carta a Sara. En ella, le hablaba de mi admiración por ella, de la atracción que sentía por ella, de mi interés por explorar una relación romántica con ella. Le pregunté si acaso compartía ese interés. Escribí y reescribí, y los amigos leyeron y releyeron, y luego escribí un poco más.

Quería ser clara en cuanto a mis sentimientos, pero tenía que darle una vía elegante para rechazar mi invitación. Por fin, más de un año y medio después de aquella tarde en la clase sobre vino tinto, eché la carta al correo, conduje hasta el aeropuerto y volé a Milwaukee para visitar a mi hermano.

“Con el alma en un hilo” no alcanzaba a describir mi estado mientras contemplaba las posibles consecuencias de haber hablado. La primera mañana de mi visita, mientras realizaba unos sencillos estiramientos de yoga para controlar el estrés, oí un chasquido en la parte baja de la espalda. El dolor me inundó y luego me di cuenta de que no podía levantarme sin ayuda. El centro de atención médica urgente local me proporcionó oxicodona y el consejo de que me hiciera una resonancia magnética en cuanto llegara a casa.

Cuando Sara llamó esa noche para darme el “sí”, yo estaba delirando en más de un sentido.

No esperaba volver a encontrar el amor y menos tan tarde. Los expertos en envejecimiento hablan de las caídas como nuestro mayor peligro. ¿Pero qué hay del peligro de no caer?

Por supuesto, mi piel se llenará de chichones, costras y manchas y claro está que mis manos se acalambrarán con la artritis, pero si están entrelazadas con las de Sara, puedo enfrentar lo que venga.

Judith Fetterley es escritora y maestra jardinera en el norte del estado de Nueva York.

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